En Zona

viernes, 31 de diciembre de 2010

Postales madrileñas


31 de diciembre de 2010

Fumo acodado al balcón. Saludo a un vecino díscolo que desafía el agua de fin de año. Algunos vuelven con las cestas cargadas para la comida de esta noche. Las calles comenzaron a vaciarse temprano. Los autobuses circulan en medio de una soledad ciudadana y la gente, se abraza y se besa, casi sin darse cuartel.

Esta ciudad es como un tango de Rovira. Como un buen tango de este señor serio que nos deslumbrara a algunos en algún momento de nuestras vidas allá en el sur del mundo.

Fumo y pienso casi en voz alta, para mí, solamente para este ciudadano que desanda los caminos para no llegar a ningún sitio.

Pienso.

Se acaba por fin el siglo veinte. Si en eso pienso. Creo que esta década, que termina en unas horas, es por fin la clausura de un tiempo que se negó a marchar en el momento que suelen marcar los calendarios.

El invierno viene colorado. Los años son ya un escándalo no previsto. Nunca pensé llegar hasta aquí. Me parecía lejano pensarme con esta edad, con hijos, nietos y la fortuita sensación de tiempo pasado, de todo tiempo pasado.

Nunca hice listas de los hechos de un año, de los mejores libros, de las mejores caricias ni de las mejores palabras. Creo que esta excusa, se remite a esa sensación de intentar atrapar el momento, en el cual fuimos felices de una felicidad que no siempre vuelve o que por lo menos se desdibuja en un momento fugaz.

Algún exagerado, ya está encendiendo petardos.

Cuando era innecesario pensar en los finales, pensaba que los árboles estaban apretados contra el cielo, que no había que saber de donde se venía sino adonde se iba. También que las gotas ciegas del sereno, eran la antesala de noches quietas y que la tristeza era un país sin nombre. En ese tiempo pensaba cuando creía que a lo mejor todo secreto era parte de la vida misma.

Pienso.

Estas son siempre fechas extrañas. Un regresa siempre con los ojos desconocidos a estos momentos. Uno se despide insensible de algunos y abrumado por otros. Se reconoce, uno, en una alegría disimulada, por querer compartir con el otro esa emoción, que a veces se arrastra con nuestra sombra.

Estos años me han dado, dos nietos y un nuevo país. Algunas alegrías lentas y una extrañeza de sentirme en un sitio que me ha devuelto el idioma del mío que es casi el mismo o se le parece bastante, sus pasiones y sus rabias. De a poco, de a poquito este país, me lleva sin darme cuenta a las playas del mío.

No me han quitado la memoria, tampoco los olores y sabores de esa tierra lejana. Es en este tiempo en donde llueve, en donde todo pasa y se olvida como toda verdad. Sin embargo y a pesar de ciertos milagros de contrabando, miro a ese otro país, con otros ojos.

Ni mejor ni peor.

A veces suelo olvidarme de los caminos, pero se regresar y cada 31, desde hace unos años a esta parte, me ilusiona la certeza de ser de otro país. Un país de necesidades y de violencias que ya no duelen. De horizontes eternos y de la certeza de poder. A veces me da por ahí el último día del año.

Soy un sentimental, lo se.
Alguna vez, los amigos diestros dieron en conjeturar que el paso los años era solamente una manera de ver las cosas. Esos amigos, que compartían su vino sin preguntar quien bebía con ellos, esta noche habrán de encontrarse y cuando llegue el momento de los abrazos, entregarán una parte de sus respectivos corazones para que el otro, tenga para el viaje.

Y pienso.

La llama nueva de mis hijos, la de mis nietos. Aquellas banderas descoloridas que algún día fueron un cielo de banderas como decía González Tuñón, esa tierra seca que ya es nuestra tristeza, aquellos ojos que miraban todo por nosotros, la poesía de ser lo que uno es en realidad. Menos mal que tenemos la palabra, menos mal.

Se termina el año. Ya hay trabajo en las cocinas, todos se preparan a su manera y cada uno, seguramente, hoy habremos de brindar por el motivo que sea, por las cuestiones sencillas, las imposibles, por las que vendrán a pesar de nosotros o porque nosotros queremos que así sea.

Algunos habrán aliviados, otros en plena resistencia y otros estacionados en la esperanza gratuita de un tiempo mejor. Como siempre suele suceder en estos barrios lejanos.

Pero sabemos que no hay balance que alcance. Que entre el debe y el haber, algo se nos queda en medio del río. Que las cuentas no cierran, que se viene la noche, que me salió todo bien, que hoy seré feliz a pesar de todos, que ojalá se les congele la sonrisa a los de turno, que esta noche cierra algo que nunca cierra, que... pero de esto, de todo esto se habla el lunes, que ya es otro año y la cuenta comienza de nuevo, que embromar...

Un abrazo.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Un Cuento de Navidad


Todo comenzó como un juego. Escuchando el silbido del viento entre los árboles. La música de fondo no hacía cerrar los ojos y el calor realizaba siempre el resto. Eran las navidades en un barrio suburbano del sur, obrero y popular, de una ciudad lejana y demasiado plana.
Mientras crecíamos nos dedicábamos a mirar pasar los trenes, y veces solíamos poner monedas en las vías para horror de las vecinas que nos acusaban de querer descarrilar convoyes y otras maldades.
En aquel momento, los días eran eternos, largos y casi aburridos, aunque nunca eran iguales.
Por imposición debía quedarme sentado en la puerta de la casita barrial. Así estaba hasta que Juan, cruzaba la calle y me rescataba.
Entonces comenzaba la pasión. Juntos aprendíamos las reglas de una buena gambeta. A pegarle a la pelota con el pie de tal forma, que esta, tomaba el aire por asalto y se transformaba en algo nuestro yendo hacia otro sitio.
También, descubríamos como nuestros barquitos de papel, sorteaban ese mar terrible que eran las acequias, pensando que él y yo, íbamos en alguno de ellos desafiando olas y monstruos invencibles.
Cuando oscurecía, nos deteníamos en el terreno baldío en donde, cual estadio desierto, cobijaba nuestras hazañas extraodinarias como una caja, que atesoraba nuestros goles, nuestros jadeos y nuestras transpiraciones saladas como los mares del sur.
Así comenzamos a hablar. La conquista del mundo. Ninguno quería ser policía. Solo los bandoleros nos entibiaban el corazón.
Después, fuímos creciendo. El y yo, fuímos construyendo nuestras vidas. Un día nos juramentamos no olvidarnos nunca de nada.
Pero por esa época, ya todo comenzaba a ser un poco más rápido.
Digo
Prisión común para los asesinos de uniforme que asolaron las piedras de ese país lejano. Cadena perpetua para aquellos que se jactaban de luchar contra un ejército de enemigos de la patria. Castigo para estos hombrecitos, que secuestraban niños y los regalaban a otros hombrecitos para quitarles de encima el virus de rebelión que tenían sus padres. Cárcel para estos señores de la guerra, que mientras asesinaban delegados sindicales, entregaban comunicados en donde se detallaba que dichas muertes eran producto de enfrentamientos armados. Siempre, claro está, los muertos, los ponían los del otro lado. Siempre eran de un solo lado.
Los dueños de haciendas, tierras y vidas, pasarán lo que les resta de vida tras las rejas de una prisión común, como debe ser.
Aquellos que llegaban de noche, amparados por el silencio, esos que desde la jauría demostraban su bravura indómita, están ahora en el sitio justo. Ni olvido ni perdón.
Con Juan nos dejamos de ver. Cada uno siguió como pudo con su vida. Cada uno eligió los rostros y los cuerpos que comenzaron a ocupar nuestras vidas. Siguiendo las reglas de un país de inmigrantes, cada uno emigró de barrio, de abrazos y hasta de incendios.
Después me llegaron rumores sobre él y se que le llegaron rumores sobre mi. Ya los días corrían por aquel entonces como lagartijas bajo el sol.
Digo
Se que en algún lugar, debe haber baile y brindis. Que dejando de lado tanta tristeza, la sensación de un tiempo de justicia, justifica tanta emoción.
Emoción que me hizo mascar el freno en un país extraño, que nada sabe de esto, con gentes que a la cual esta sensación no les cabe en sus telefonitos de última generación, en esa mirada de sorpresa porque no tengas coche, que seas uno más que toma al autobús o el metro, personas ensimismadas en su mundo de cartón pintado y casi desangeladas. Esta sensación que tuve fue solamente para mí, en medio de un frío gris. Sin nadie con quien festejar, festejo con la rabia de la justicia, que no reconoce reyes que apoyan el saqueo ni patria más justa que la memoria certera. Está visto, veo, que la alegría debe ser como dictan por estas playas los dueños de tanto deseo amordazado.
Esa sensación de inabarcable alegría y profunda tristeza la compartí solo. Con mis muertitos, con las caricias que me faltaron, con las lágrimas bebidas de rato cuando no había más que pena y olvido.
Supe años más tarde, de la vida de Juan. Retazos, supongo que el habrá sabido de mí. La muerte era un estado más. Nada en definitiva porque preocuparse.
Pero debo detenerme.
Este hecho puntual nos ha perseguido desde 1983, cuando uno de estos nuevos ricos, habló de los dos demonios. Desde ese momento, uno supo que nada iba a ser igual.
Los tibios. Los cobardes. Los que fueron cómplices por acción u omisión. Los que festejaron y los que callaron. Los que respiraron aliviados. Los de la camiseta de fútbol. Los demócratas de la primera hora. Los curas que bendecían picanas. Los hombres y mujeres de bien que siempre supieron qué por algo los habrían ido a buscar. Los que llenaron la plaza a los asesinos festejando.
Estos, se adueñaron de una cierta verdad. Y durante las décadas siguientes intentaron silenciar todo.
Digo
Este cuento de navidad es una especie de festejo rabioso por un acto de justicia.
Una noche, uno de esos que hoy tienen la perpetua, estaba en un bar.
Libre, impune, sabedor que no habría castigo para el, héroe de cartón. No quiso pelear, defenderse. Se quedó sentadito esperando la ayuda que no llegaba. Temblando. Tembloroso, conoció el sabor del miedo. Por lo menos, ese, lo supo en carne propia.
Otro, que sacaba cuchillos de combate ante cada insulto, ya tiene su quinta cadena perpetua y ahora, finge una enfermedad para no compartir sus días en un pabellón de presos comunes.
El otro, el jefecito de todos ellos, cree que lucho en una guerra contra indefensos salvajes que querían un poco más de justicia. Ahí está la cárcel común, para todos ellos.
Porque se sabe. Las jaurías siempre terminan dejando atrás a los inservibles. Otros los reemplazarán llegado el momento. Esto lo sabemos también y de sobra.
Ahora el resto, nosotros, respiramos un poco más aliviados.
Las caras de todos los que nos faltan, están un poco más limpias. Las banderas siguen ondeando por ellos. Nuestras alegrías siguen siendo nuestras y vida tiene ya otros síntomas.
Hasta ahora, no hubo ni olvido ni perdón. Ninguno hizo justicia por mano propia. Elegimos hundirnos en nuestras tristezas, oscurecernos, convertirnos en sueñeros y seguir el rastro de ese dolor con olor a gusano que, en cada resaca nos asaltaba con nuevas furias y nuevos dolores.
Muchos de nosotros hoy ya no estamos. Algunos pegaron la vuelta, otros concibieron el sueño. Algunos se dejaron ir. Otros renunciaron sin previo aviso. Algunos aferrados a tanta tristeza se consumieron como las tardes de invierno. Otros clausuraron las palabras y como las mariposas fueron hacia el fuego.
Digo.
Estas condenas, sirven para los que crecieron durante estos años. Nuevas generaciones que tienen la oportunidad de comprobar como las democracias, esta por ejemplo, crecen a paso lento. Como se castiga a aquellos que fueron en su momento dueños de la vida. A lo mejor para ellos, para estos que crecieron en otro tiempo, este hecho les sirva para crecer en un sitio un poquitito más justo. Algo más limpio.
Entonces, sin nadie con quien festejar, me puse a destrenzar recuerdos. Nombres y cuerpos de aquellos, que compartieron junto a mí, una nueva vida. Porque si el deseo produce, produce lo real.
Nada más que por eso.
Recuerdo hoy a los míos, a los que durante años y años, me siguieron el rastro desde fotos en blanco y negro. A aquellos que desde la derrota, implementamos la memoria como el mejor arma.Como la manera más eficaz de resistir, asumiendo el riego de ser el tío viejo que en todas las fiestitas se pone melancólico y furioso, que siempre repite lo mismo y que finaliza cuando se apagan las luces y queda solo la estúpida sensación de ser el latoso de siempre, querible pero pesado alfinal de cuentas.
Por eso, ahora que los asesinos están en prisión. Los Juan, los Ricardo, los Alejandro, las Alejandras, los Carlos, las Susana vuelven a soñar un poquito más.
Nada más ni nada menos.
¡Ni olvido ni perdón!

sábado, 11 de diciembre de 2010

Una discreta esperanza

Hoy es sábado, en un barrio periférico de una ciudad lejana. Se oculta el sol, vuelve a salir, el silencio de la tarde se apodera de uno y uno como los gatos, solo quiere, intenta dejar que el tiempo bostece por mi. Hace frío, la gente realiza sus tareas , algunos vuelven del trabajo, otros lavan y cuelgan la ropa en sus ventanas. La vida sigue su rumbo. La vida sigue con sus cosas.
Ayer por la noche. Un amigo me preguntó si seguía pensando, creyendo en la revolución como lo hacíamos como cuando éramos furiosos. Me preguntó mientras nos mirábamos a los ojos, mientras organizábamos nuestra despedida, nuestra eterna migración.
Estamos más viejos. Estoy más viejo pero ambos, él y yo, somos la eterna demostración de la vida eterna. El leve ejercicio de una memoria que sigue y sigue.
Digo.
El fin de la historia con el que nos sorprendieron allá por los comienzos de los años ochenta, no fue un chiste de filosofía barata, sino algo más tremendo y siniestro. Fue la manifestación clásica, pura y desaforada de un conglomerado que había decidido pasar a la ofensiva. Era, es el lema de las corporaciones, la orden global que abarcaba, que abarca la orden despiadada para borrar el pasado. Todo pasado. Por eso, el disparate de Fukuyama nunca fue un vaticinio, como creyeron todos, fue la enunciación de una orden de batalla. El pasado, ese pasado de preguntas y revueltas, de ternuras y violencias, de conquistas y derrotas era el que se debía abandonar sino se quería perder el mundo mejor que comenzaba a ser parido. Había que eliminar el pasado y a aquellos que no querían desprenderse de el.
De esta forma el magnífico léxico político de casi tres siglos se tiró a la basura. Lo que costó sangre y dolor conseguir, comenzó a perderse.
Seguimos siendo las variables de los ajustes. De todos los ajustes posibles. Vasallos que debemos besar la mano del rey. Pobres de toda pobreza, buscamos otras playas para seguir y ahí, con nuestras manos de arados, con nuestros cuerpos de desiertos, con nuestros ojos de follaje, con nuestros recuerdos a cuestas, nos convertinos a poco de andar con la palma de la nuestra lengua acostumbrándose a otros sonidos, en los nuevos enemigos.
El problema es que los pobres, traemos con nuestras ropas, nuestra memoria. Un artilugio en desuso, pero una herramienta infalible. Porque nosotros los pobres y esto causa miedo y estupor en los jefes, tenemos con nosotros y para nosotros el infinito.
Digo.
Me pregunta mi amigo, si sigo creyendo en la revolución. Lo miro. El tiempo se escapa por la ventana de un bar amable. Una muchacha discute con un chico, suena por ahí, en mi cabeza, supongo una canción de Robert Wyatt. El camarero bosteza y la gente se apura en sus compras navideñas.
En Villa Soldati, allá lejos, acaban de matar, de asesinar a tres personas que solo querían construir sus chabolas, sus casas incipientes, su vida desdibujada. Eran hombres y mujeres, que un día o una noche cualquiera, salieron de sus respectivos paisajes para intentar vivir.
Un coche bomba acaba con la vida de 15 personas en Pakistán. Israel sigue con nuevos asentamientos sobre Palestina, rodeando y estrangulando a un pueblo originario. Europa, quiere más ajustes, mas cercenamientos de políticas sociales para evitar un desastre mayor. Los mercados están inquietos. Wikileaks es perseguida por los amos de este mundo y su fundador Julian Assange esta detenido en Londres por sugerencia del imperio.Una cárcel se incendia de manera imprevista y arrasa con demasiadas vidas para ser verdad.
Pero, además muere mucha gente en estos momentos en casi todo el mundo, falta de agua, de medicamentos, de comida. Guerras de baja intensidad, talas de bosques. En estos momentos uno está muriendo.
La muerte de ese uno, entonces, debería ser un escándalo de proporciones.
Los provos, los hombres de bien, lo que creen en el fin de la historia erigen muros. De diversa índole, textura y fortaleza.
No saben estos, que los muros son una parte mas de lo que antes se llamaba lucha de clases. Porque como decía Pier Paolo Passolin, la lucha de clases explica siempre a la guerra.
Digo.
El bien es en cierta medida inconsolable, por eso a veces soñamos con el derecho a ser como fueron nuestros ancestros. De poder recuperar la palabra, de hacer propia la palabra y construir con ella nuestras vidas, nuestros día a día. Porque utilizar las mismas que usan los poderosos y sus medios es habitar la desvastación circundante y la negrura reglamentaria.
Hasta no hace mucho, antes de la deshumanización que vivimos, los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos debido a que de alguna forma era este el futuro final. Por lo tanto vivos y muertos compratían un sitio interdependiente, solo el egoísmo, piedra angular del modernismo capitalista vieno a destruir esto. Ahora, hoy, los vivos pensamos en los muertos, no como muertos sino como eliminados.
Nos acostumbramos a todo. Nos hemos acostumbrado a la muerte desde siempre. Hoy nos acostumbramos a la pobreza. Y en la pobreza no hay nihilismo, porque para que lo hubiese, deberían ser personas acomodadas y, de hecho, no lo son. Además el nihilismo, como dice John Berger es la forma más actual de la cobardía humana.
Están por todas partes, son inasibles. Miles de millones, que son la gran mayoría del planeta. No es raro? Cualquier noticia, que te sirven a la hora de la comida habla de ellos. Extraño. Verdaderamente extraño.
Los pobres, los desheredados del planeta carecen de todo. Incluso, lo sabemos o presentimos mientras miramos televisión, que estos, lo pobres no tienen residencia.
No residen porque son pobres.
He aquí una cuestión. Los vencedores siempre sienten temor hacia los derrotados. Se alteran porque su tiempo es irreversiblemente corto, mientras que el de los vencidos es irremediablemente largo.
Digo.
Qué responderle a mi amigo, qué poema de Hikmet me regalará la vida en los próximos momentos. Qué palabras de Gelman vendrán asaltarme más tarde, cuando baje la guardia y quiera dejarme ir.
Se que su pregunta es para él. Que la formula en voz alta en atención a mí. Que se interroga y me interroga al mismo tiempo.Que busca que nuestras palabras se conviertan en mojones en el camino. Porque para pensar a escala mundial esta política debemos saber reconocer integramente tanto, todo sufrimiento que se vive. De eso debemos aprender en estos días.

Y si amigo, a pesar de todo sigo creyendo en la revolución.