En Zona

martes, 20 de diciembre de 2011

Los libros de la buena memoria


Alguna vez será el tiempo de la justicia, dicen por algunos suburbios. Gana la derecha y anuncia con el beneplácito de los de siempre, que se debe ajustar. Reprimen las risas, los nuevos centuriones del ajuste, disimulan dicen por ahí.
El frío ya llegó, se le acalambra el alma a uno mirando lo que viene.  Las noticias de la familia son cortas y por momentos difíciles, a lo mejor indican el camino de regreso, despacito y por las piedras. Solo para abrazar, para desgajar el corazón con aquellos que silban esa melodía eterna de la vida misma.
Escucho a Thelonius Monk en su disco con Gerry Mulligan, mientras hago pan casero, ese que pondré en mi mesa para aquellos que quieran compartir conmigo ese mismo pan y misma esta música insensata que hacía este loco del piano.
Monk, es lo más moderno que le ocurrió a la música mestiza, fuera de las cámaras y de los clubes selectos. Escucharlo a él, es descubrir el palpitar de una música profunda, entera y lantente como una culebra audaz que recorre el espacio ejerciendo ese placer del sonido. Por ahí anda dando vueltas un documental que hicieron sobre él, producido por Clint Eatswood durante los años '90 creo. También están todos sus discos al alcance de la mano. Escucharlo y saberlo, significa una nueva apuesta por ese tratar de crecer, de limpiarse la cabeza de tanta tontería denominada música. Compartió el tiempo con los mejores músicos de jazz de la historia, sin embargo, él estaba un paso por delante en la comprensión de estado deliberativo del arte. Ejercía la música como un arriete y hurgaba, sigue hurgando, en lo más profundo de una música secreta y vieja y viva a la vez. Tocaba el piano con todo el cuerpo y cuando eso no alcanzaba, porque nunca alcanza, bailaba alrededor del piano dejando que la música abarcara todo. Improvisaba porque en ese secreto radicaba todo. La música era él y él era a su locura.
Escucharlo en el comienzo del invierno de este mundo desarrollado, es una especie de provocación necesaria para resolver lo que queda, para iniciar el preciso viraje a otra etapa de este caminito.
Entonces ahí están Monk y Mulligan llevando a cabo la liturgia laica de encontrarse, anudarse y andar juntos en ese periplo de músicas, que por aquellos años, eran difíciles y hoy suenan a nuevo por la gracia del tiempo.
El disco se llama "Gerry Mulligan meets Thelonius Monk", es de 1957 y ahí están sonando huellas como "Round mdnight" o "Straight no chaser" tema emblemático que marcó y dividió las aguas a la hora de hacer música. Era un tipo difícil, hablaba poco y llevaba a los límites la música que le dictaba su locura. Estuvo preso por no denunciar a un amigo, lo golpearon y no pudo actuar durante años en Nueva York. Sin embargo el siguió creando y desde la libertad más profunda, compuso lo que tal vez sea la mejor música de la segunda mitad del siglo pasado.
Ahí está. Suenan grandes los dos en un disco que merece la pena cualquier sacrilegio a la hora de conseguirlo.
Digo.
A veces las injusticias galopan por nuestros costados. Aquellos que reclaman orden, siguen siendo los primeros a la hora, de ignorar al resto. Pasaron diez años y vale la pena detenerse un poco. Lo que hoy hacen los "técnicos" aquí en la sabia Europa, antes lo habían ensayado allá en Buenos Aires. La clase dirigente y cómplice, convertida en una canalla que hoy es oposición, había entregado todo. Había saqueado en nombre de la globalización a un pueblo que ya desde 1976 supo por donde venían los vientos.
Esos días, el 19 y el 20 de diciembre florecieron los lenguajes que hicieron nuestros cuerpos. Así masticando rabias y afinando memorias, muchos salimos a las calles a enfrentarnos a los perros. A determinar otras circunstancias y recomponer otras palabras. La terquedad se hizo bronca y la historia volvió a encaminarse.
Hubo muertos, heridos y una rabia tan eterna que ya ni nombre tenía, esa misma rabia que un inteligente definió  como el subsuelo de la patria sublevado. Ese paso para quitarse de encima los de siempre, a esos desconocidos que siempre son conocidos y que te mienten en cada a saludo que te brindan. La pueblada se hizo grande, se sabía, algo había dejado de funcionar en el país de las vacas gordas y ajenas. La estafa ahora tenía vuelto. Ahora era nada más ni nada menos que el que se fueran todos de una buena vez. Días de incendios y de broncas que cobijaban ese dolor mudo que se hizo resistencia desde mucho tiempo antes de esos días que hoy cumplieron diez años.
Se podrán enunciar todo tipo de teorías. Se podrán definir parámetros y otras circunstancias, lo cierto que en esos días, se decidió por terminar con algo que la vergüenza llamaba desde mucho tiempo atrás. Ni la policia brava, hábil para picanear, para atrapar en jaurías y morder al solitario, ni los flemáticos políticos devenidos desde la dictadura en gerentes del desmantelamiento pudieron detener a un pueblo memorioso.
Hubo muertos que esperan por justicia, que ya llegará como siempre suele ocurrir. Pero también hubo corazones que demandaron el fin de muchos años de impunidad. No solo se pidió por el hambre, también se pidió por el fin de algo, el fin de la injusticia. Pero faltaban algunos años para que esto ocurriese, los que sucedieron a los que se fueron, siguieron asesinando a destajo y robando a los de abajo, que por eso están abajo y se lo merecen. Pero ellos, por ahora no volvieron.
Pasaron diez años y las fotos que quedan de aquellos días, reverdecen en el punto justo.
Digo.
Las revueltas tienen esa sensación parecida al amor. Late el corazón y se rebela la sangre que revela al mismo tiempo el límite justo del cuerpo. La vida en disputa. La leve sensación del espacio compartido y la boca seca. El ronroneo de la sangre que erige las futuras muescas de una partida brava, el músculo que palpita y la inequívoca certeza de enfrentar algo, de estar enfrentando algo secreto y a la vez compartido.
El derecho a rebelarse, a oponerse porque el poder tiene esa contrapartida y esa obligación. Resistir hasta el último resuello, porque casi siempre ellos nunca llevan razón.
A lo mejor, como con los amantes, hay que dejar de ser politicamente correctos y volver a llamar a las cosas por su nombre, sin ningunear ninguna de las partes de un discurso, que de forma correcta nos obliga a nombrar de otro manera, lo que nombramos siempre para nuestros adentros, que están siempre en el afuera de todo diagnóstico.
Digo.
Otra foto. Pongo el último disco de Gabo Ferro "La aguja tras la máscara". Miro la foto tomada en otra plaza, en otra guerra, son las mismas escenas.
Abandonados como estamos, peleamos contra  todo olvido posible. Desde este confort de juguete, miro la foto. es de hace dos, tres días atrás. La vi en su momento y un dolor sordo se me trepó en el corazón. Un dolor irredento, no un dato. Un dolor viejo, salvaje y mío, que me sueña desde casi siempre. Desde dentro la fragilidad se vuelve carbón que no puede traicionar tanto dolor.
La foto. Gesto primordial que sintetiza la coyuntura. Me roba el aliento. Busco la escena y me quedo quieto, mirando desde la furia ese dolor que no se puede soltar.
Son cinco. Ella está sola. Una mujer sola contra la rabia.
Uno tiene una risa dibujada en el rostro, ríe impune. Otro valiente servidor público está por patearla en el pecho, no en la cabeza ni en el costado, en el pecho para que no queden dudas. Le han tapado la cara, para que cuando lleguen los flemáticos de esta Europa, porque llegarán a poner las cosas en orden, no pueda identificar a ninguno de estos cinco y todo quede sin castigo y en brazos del olvido posible.
Pero hay algo más. Todavía hay algo más. Para que sea un poco más siniestro, más morboso, los perros egipcios destraban algo para no volver de ese lugar. Para que no quepan dudas. 
La desnudan para que el castigo sea más letal. La humillan como me humillan a mí, que miro esta foto y pienso en la respiración de esta mujer. Miedo.
Me detengo en ese miedo, que por momentos, te atenaza y te hace desviar la vista. A vos, que la estás mirando y que no querés ver cosas feas, que te nublen la vidita que crees que llevás. Mientras no podés quitar la mirada de la foto, mientras con morbosa detención te quedás mirando los pechos de la mujer indefensa. Menos mal que no es mi mujer, mi novia o mi hija, pensás o no. A lo mejor pensás que está muy bien que alguien les de una lección y que se merecen eso y mucho más.
Por eso son cinco los defensores de las buenas costumbres, que defienden esas mismas buenas costumbres, que te defienden de estos salvajes. Son cinco los perros que cuidan el orden.
Ojalá se pudieran olvidar estos gestos repetidos en todo el mundo siempre. Buenos Aires, Tegucigalpa, El Cairo, Madrid, son los paisajes de fondo, pero la cosecha siempre la lleva adelante el poder que cuida tanta cosita intocable con sus jaurías obedientes, secuaces del poder a sueldo.
Miro la foto y se abre un profundo y negro surco de tierra hambrienta.
Somos esa palabra. Cuerpos hablados, conjeturados y destinados al lenguaje. Hechos del lenguaje que llevamos a cuestas. Definidos y demasiado ensimismados como para reaccionar desde el lenguaje mismo, aunque lo hagamos, por el momento no podemos volver a decodificarnos. Aceptamos todo, con tal de no caernos.
Asi este turbio goteo de realidades, a veces sirven para organizar el relato de algo, que sigue vivo a pesar de vivir en un paisaje de juguete, cómodo y viendo los amarillos de los árboles mecerse por el frío del invierno que destraba algunas distancias, algunos látidos compartidos y poco más.